"La vida es durísima", me dijo.
Pero no dejaba de reír. Como si intentara enseñarme desde la práctica de la vida misma. Y era absolutamente didáctica. Dejaba ver sus seguridades y sus no, sin importarle demasiado que se notara. Íntegra, bella, emprendedora, una mujer-aplanadora con varias cuentas pendientes aunque no pesadas, capaz de asumirlas, verbalizarlas, sufrirlas y perseguirlas.
Nos reencontramos cada tanto y logramos hacerlo justo adonde habíamos dejado. Como Juan y José. Yo la admiro y ella me agradece haciéndome sentir que mis opiniones son importantes. Quizá sea solo afecto, la misma frecuencia. Pero nos disfrutamos mutuamente y creo entender por qué: somos dos gorriones con disfraz de halcón porque nos sienta bien, nos queda cómodo; mujeres solas pero no del todo entendiendo mientras media la vida que la felicidad está en las próximas 24 horas; ni mejores ni peores que ninguna porque no nos importa.
Aparece y desaparece igual que yo. La diferencia es que por alguna razón a ella la veo para grandes cosas, como si destilara efluvios de éxito, como una videncia de esas en las que jamás creí cada vez que la reencuentro espero las noticias de sus logros. Y siempre hay.
"Soy muy mala" - agregó de repente siempre con la risa blanca.
No le dije que no. No es necesario. Jugamos con las mismas cartas.
Secate la lágrima, mientras se te dibuja la sonrisa.
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