Fue una batalla descarnada,
sin vencidos. Y sin vencedores.
Una guerra sin cuartel, de
lucha cuerpo a cuerpo, bañada en éxtasis y agonía. Sin más armas que los
cuerpos pero con el todo de ellos. Manos, uñas y dientes transformados en armas
de guerra. Derrapes sobre el barro claro y suave en plena oscuridad. Sin ver
rostros, solo al tacto, el olfato, el oído, el gusto; sabios y certeros. Muy certeros.
Batallas extensas y
agotadoras, que dejan sed de venganza. Que envalentonan.
El sentido de oponente
desdibujado y confuso, que casi como Hannibal deja la duda sobre las intenciones
despiadadas, y las confunde con amor por la víctima. Destrozando defensas. Rompiendo
cercos del corazón.
Guerras para sostener,
batallas para volver a librar, cuentas pendientes, tiempo afuera…para volver a
declarar pelea.
Sin matar, jamás. Las víctimas
no quieren liberarse, solo esperan volver al campo de batalla, a derramar el
jugo de vida que debilita. Y fortalece al mismo tiempo.
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