De vez en cuando la vida, se nos brinda
en cueros. Y nos regala un sueño tan escurridizo, que hay que andarlo de
puntillas por no romper el hechizo.
Esto de sentir que la vida se suelta el
pelo y me invita a salir con ella a escena, tiene la contrapartida de que pone
mi mente a esperar el momento en que me gaste la broma, y me despierte chupando
un palo sentada sobre una calabaza.
Cuando me di cuenta de que mi propio
bienestar dependía exclusivamente de mí, empecé a emprender acciones
encaminadas a hacerme sentir cada día un poco mejor. Más o menos fácil o
difícilmente, comencé a encontrar maneras de hacerme sentir bien, y me di cuenta
de que podía crear una especie de escalera. Con el paso de los días y las
semanas, desarrollé mis propios mecanismos y estrategias para hacerme sentir
bien, cada vez mejor. Cada semana ponía en mi agenda más cosas que sabía que me
resultarían agradables y placenteras. Me aseguraba de que me daba todo lo que
necesitaba. Pronto sentirme bien se convirtió en la norma.
El problema es que había veces en las que
me sentía tan bien que me sentía mal por sentirme tan bien.
De algún modo pensaba que existía una
cantidad limitada de placer y bienestar que podía sentir, y que si la gastaba
luego no habría más. Así que a veces me sentía fantásticamente bien y después
me sentía mal por sentirme tan bien, en una extraña y muy humana paradoja.
¿Cuánto placer puedo soportar? Esa es una
pregunta que sí que vale la pena hacerse.
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